Tradicionalmente las
Administraciones han prestado servicios con sus propios empleados contratados a
través de la Oferta de Empleo Público, procedimiento abierto a todos los
ciudadanos y asignando plazas a través de procesos selectivos en base a los
principios de igualdad, mérito y capacidad que marca el ordenamiento jurídico.
Este procedimiento ha generado empleo estable, con salarios dignos (sin
pasarse) y con un cierto respeto por los derechos laborales regulados.
Con la explosión de la burbuja
inmobiliaria las empresas constructoras han estimado diversificar sus
actividades al margen del ladrillo, con la creación de empresas dependientes
que se dediquen a otras actividades, generadoras de ingresos mantenidos en el
tiempo a diferencia de la construcción, con final de actuación en todos los
casos. Ninguna obra es eterna aunque a veces lo parezca.
El filón encontrado por los
especuladores del ladrillo está en la prestación de servicios de baja
cualificación, como son las labores de limpieza, vigilancia y conserjería. Con
una bolsa interminable de parados, dispuestos a trabajar a cualquier precio,
salario mínimo e incluso por debajo, a veces legal, a veces en negro, las
constructoras (y otros “espabilaos” que ven el nicho de negocio a costa de la
situación) se lanzan a la creación de empresas prestadoras de estos servicios.
Creadas estas empresas toca
buscar clientes para el negocio ¿A dónde recurrir? a los viejos amigos de las
Administraciones públicas, con quienes compartieron días de vino y rosas a
costa de las recalificaciones de terrenos y asignación de obras durante la
gloriosa época del ladrillo fácil.
La raquítica voluntad
recaudatoria de las Administraciones hacia los más ricos y la voluntad de
“hacer más y mejor” que el partido anterior en el poder, conduce a un
crecimiento del gasto por encima de ingresos que lleva a “abaratar costes” en
la prestación del servicio público.
La solución magistral: saltarse a
la torera la prestación del servicio por los empleados públicos para dar paso a
la privatización de servicios, puestos en manos de los viejos amigos del
ladrillo (y “espabilaos” que se aprovechan de la situación) con un esfuerzo
mínimo: ir a la bolsa de paro y rellenar huecos en la administración, ya sin acceso
a toda la ciudadanía y quedando en manos del empresario de turno
Ya con la potestad de
contratación fuera del ámbito público, sin control de ningún tipo, el
empresario contratará a su libre albedrío, con salarios más bajos (él se lleva
su parte, faltaría más) y con escasa regulación de esos empleos, escasas
funciones definidas y con derechos al mínimo o inexistentes.
Ante este escenario
desregulatorio, el pago de favores con contrataciones empresariales a dedo
entre quienes “sugieren” los responsables políticos otorgantes de esas
concesiones tiene vía libre. La mesa de la corrupción esta servida ¿dispuestos
a sentarse?